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Laura Isola
El hombre que está solo y espera
El tedio… Sufrir sin sufrimiento, querer sin voluntad, pensar sin raciocinio… Es como estar poseídos por un demonio negativo, un embrujamiento sin nada que lo explique. Dicen que los brujos, o los pequeños magos, consiguen, haciendo imágenes de nosotros e infligiéndoles malos tratos, merced a una transferencia astral, que se reflejen en nosotros. El tedio se me antoja, en la sensación transpuesta de esta imagen, un reflejo maligno de hechizos de un demonio del destino ejercidos no sobre una imagen mía, sino sobre su sombra. Es en la sombra íntima de mí, en el exterior del interior de mi alma, donde se pegan papeles o se espetan alfileres. Soy como el hombre que vendió su sombra, o mejor, como la sombra del hombre que la vendió.
Fernando Pessoa, El libro del desasosiego.
Ante la leyde Franz Kafka es, sin dudas, el más corto y contundente relato sobre una de las esperas más largas de la literatura. Esa que durará hasta la muerte. La brevedad de ese texto contrasta con los magnos intentos del hombre que pasa su vida pugnando por traspasar la puerta que lo separa de la Ley. Trata, sin fortuna, de convencer al guardia; suplica y se esfuerza, se deshace en ruegos y deprecaciones.
Pregunta, insiste y sacrifica todo para que lo dejen entrar. Mientras tanto, a lo largo de meses y años, espera del otro lado de la construcción. Una vida demorada. La prórroga de una existencia que maldice en los primeros tiempos y parece haberse resignado al final, aunque sin desistir a consumir cada segundo de su existencia en ese único acto. Quiere, por lo menos, saber qué ha estado haciendo, esperando, durante esos miles de días.
Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
La muerte de ese pobre hombre, la que se intuye desde el comienzo, no es el final del cuento. La sorpresa que provocan las últimas palabras del guardián, las últimas frases que se pueden leer de la historia, son la quintaescencia del desasosiego:
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.
Un destilado de esa filosofía, una especulación sobre el tiempo y la existencia, es la exhibición de Pablo Lehmann. Frente a la síntesis y la brevedad kafkiana, la densidad trágica y el humor como iluminación y actitud del espíritu, Lehmann propone a los números. Los que sirven para contar sujetos que se apilan en la masa amorfa del decurso de las horas. Los que están en el lugar del nombre y se usan para llamarnos desde una pantalla, ahora que hemos perdido nuestra humanidad. Los que nos interpelan, nos ofuscan, nos desean suerte y nos hacen perder la paciencia.
El tenso intercambio entre letras y números está en la escritura del título: E5P3R4S. Que se vuelve a encontrar en las obras: en la tipografía alterada, como palabra en lugar de cifra, en la serie de los 100 turnos impresos, como expendedora de rollo de números deforme.
Es un recurso pero más aún es la modulación inteligente de pensamiento, ese pliegue que se logra con la ironía. La noción de esta estrategia está menos ligada a la figura retórica que a la ironía romántica. Es, al decir de Gilles Deleuze,“el buen sentido” y lo sigue: “es la afirmación de que, en todas las cosas, hay un sentido determinable, pero la paradoja es la afirmación de los dos sentidos a la vez.”
Todo parece estar, en efecto, en una meditación sobre esa modalidad de tiempo tan peculiar como es el tiempo de la espera; porque se trata del tiempo de la duración y no del tiempo de la aceleración, que es el tiempo en el que ahora estamos incrustados, ese tiempo en el que los espacios se reducen y se estrechan.
Es la espera que deviene en tedio. Tanto uno como otro, parecidos a la melancolía, tienen su componente crítico. Es expresión de una profunda insatisfacción ante una situación concreta, ante la existencia como un todo o ante el dolor del mundo. Es una separación del mundo que instala al sujeto en una relación pasiva y sufriente con algo: consigo mismo, con la propia existencia, en un tiempo de duración y de espera.
Laura Isola
Buenos Aires, 2018